jueves, 13 de septiembre de 2018


LOS GIRASOLES

Habían logrado escapar del infierno y ahora el refugio era un envoltorio amarillo que los cubría del viento y el frío.  Eran dos soldaditos extirpados de su pueblo natal cuando la indolencia del gobierno de la dictadura osó usarlos para combatir en esas islas lejanas. Recostados entre medio de los girasoles, relajados y bajo el sol de una mañana invernal, recordaban cómo habían llegado hasta allí.

Debajo del límpido cielo, la imagen del campo de batalla resonaba al visualizar a sus compañeros caer y caer bajo el fuego de un enemigo desconocido.  Entonces planearon la huida.  ¿Qué les deparaba si continuaban en ese territorio helado? La vida se inunda de sentido aún en el horror de la guerra.

Un buque de carga que proveía alimentos a los nativos de las islas fue la balsa que los devolvió al continente. Lograron esconderse  entre máquinas y ratas, algunas gordas y grises, otras negras y muy peludas. Recuperaron la calidez en sus manos y cierta mueca de sonrisa que en la mirada cómplice se esbozaba. No conocían el destino, pero ya tendrían tiempo para pensar en eso. Durmieron en un perturbado sueño mientras espantaban con sus botas a esos bichos pavorosos.

Durante el viaje jugaron a ser los clandestinos fugitivos protagonistas de un barco. Eran  adolescentes y el escenario se prestaba para la aventura de conseguir sobrevivir para llegar sanos y salvos a casa.

― ¿Crees que nos atraparán?― Preguntó Ramón a su compañero.

― Mientras no nos lleven de vuelta, estoy dispuesto a aguantarme cualquier cosa.―Contestó Pedro.

Ramón supo escabullirse entre los rincones del buque para conseguir algo de alimentos e intentar mirar hacia el exterior para orientar algo del tiempo y el lugar. Pero ningún horizonte podía percibir con su mirada. Sin embargo, luego de un nuevo descanso, sintió que la nave se estaba deteniendo.

― ¿Cómo saldremos sin que nos vean?  ― reflexionó Pedro. Y en el mismo instante en el cual se estaban preguntando por la forma de llegar a tierra, se abrió la puerta de la sala y dos hombres que conversaban se detuvieron a pasos de su escondite. Alzaban la voz. Los dos soldados no podían verlos, pero intuían que algo no andaba muy bien. Los hombres salieron golpeando la puerta con fuerza. Entonces, Ramón y Pedro se pusieron de pie para disponerse a salir de allí. Les dolían las piernas entumecidas y apoyados el uno en el otro abordaron el picaporte de la puerta, la abrieron y en ese mismo lugar, un mastín marcaba un límite imposible de atravesar.

Junto al gran perro, los dos hombres les gritaban en una lengua que distaba mucho de la posibilidad de comprensión para los dos argentinos, los que fueron detenidos y llevados a proa para que otro señor aún más alto, los detuviera.

― ¡No hicimos nada! ¡Escúchenos, por favor!― La desesperación por ser comprendidos no sólo se manifestaba en las palabras, sino también en sus cuerpos que intentaban hablar con gestos, lágrimas, gritos…

Eran muy jóvenes. Sus rostros demacrados y sus ropajes tan empobrecidos y sucios fueron observados por el capitán del buque inglés, quien con suma pena les dio la mano y los convidó a caminar al otro lado de la dársena hacia una cabina de destacamento.

― ¿En dónde estamos?― Preguntó Ramón

― En Valparaíso, en Chile.― Respondió el capitán en una mezcla de inglés y español. ― Ya nos comunicamos con el consulado argentino.

Los dos soldados bajaron la mirada. Salieron. Estaba amaneciendo. Caminaron unos minutos y se escabulleron entre los viejos edificios para luego correr hasta que sus pies dijeron basta.

Y allí, a una corta distancia, un campo de flores amarillas, todas mirando hacia el este, los invitaba a zambullirse. Los girasoles, orientados sabiamente serían sus aliados  para dejar atrás el dolor.






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