LOS GIRASOLES
Habían
logrado escapar del infierno y ahora el refugio era un envoltorio amarillo que
los cubría del viento y el frío. Eran
dos soldaditos extirpados de su pueblo natal cuando la indolencia del gobierno
de la dictadura osó usarlos para combatir en esas islas lejanas. Recostados entre
medio de los girasoles, relajados y bajo el sol de una mañana invernal,
recordaban cómo habían llegado hasta allí.
Debajo del límpido
cielo, la imagen del campo de batalla resonaba al visualizar a sus compañeros
caer y caer bajo el fuego de un enemigo desconocido. Entonces planearon la huida. ¿Qué les deparaba si continuaban en ese
territorio helado? La vida se inunda de sentido aún en el horror de la guerra.
Un buque de
carga que proveía alimentos a los nativos de las islas fue la balsa que los devolvió
al continente. Lograron esconderse entre
máquinas y ratas, algunas gordas y grises, otras negras y muy peludas.
Recuperaron la calidez en sus manos y cierta mueca de sonrisa que en la mirada
cómplice se esbozaba. No conocían el destino, pero ya tendrían tiempo para
pensar en eso. Durmieron en un perturbado sueño mientras espantaban con sus
botas a esos bichos pavorosos.
Durante el
viaje jugaron a ser los clandestinos fugitivos protagonistas de un barco. Eran adolescentes y el escenario se prestaba para la
aventura de conseguir sobrevivir para llegar sanos y salvos a casa.
― ¿Crees que
nos atraparán?― Preguntó Ramón a su compañero.
― Mientras no
nos lleven de vuelta, estoy dispuesto a aguantarme cualquier cosa.―Contestó
Pedro.
Ramón supo escabullirse
entre los rincones del buque para conseguir algo de alimentos e intentar mirar
hacia el exterior para orientar algo del tiempo y el lugar. Pero ningún
horizonte podía percibir con su mirada. Sin embargo, luego
de un nuevo descanso, sintió que la nave se estaba deteniendo.
― ¿Cómo
saldremos sin que nos vean? ― reflexionó
Pedro. Y en el mismo instante en el cual se estaban preguntando por la forma de
llegar a tierra, se abrió la puerta de la sala y dos hombres que conversaban se
detuvieron a pasos de su escondite. Alzaban la voz. Los dos soldados no podían
verlos, pero intuían que algo no andaba muy bien. Los hombres salieron
golpeando la puerta con fuerza. Entonces, Ramón y Pedro se pusieron de pie para
disponerse a salir de allí. Les dolían las piernas
entumecidas y apoyados el uno en el otro abordaron el picaporte de la puerta,
la abrieron y en ese mismo lugar, un mastín marcaba un límite imposible de
atravesar.
Junto al gran
perro, los dos hombres les gritaban en una lengua que distaba mucho de la
posibilidad de comprensión para los dos argentinos, los que fueron detenidos y
llevados a proa para que otro señor aún más alto, los detuviera.
― ¡No hicimos
nada! ¡Escúchenos, por favor!― La desesperación por ser comprendidos no sólo se
manifestaba en las palabras, sino también en sus cuerpos que intentaban hablar
con gestos, lágrimas, gritos…
Eran muy
jóvenes. Sus rostros demacrados y sus ropajes tan empobrecidos y sucios fueron
observados por el capitán del buque inglés, quien con suma pena les dio la mano
y los convidó a caminar al otro lado de la dársena hacia una cabina de
destacamento.
― ¿En dónde
estamos?― Preguntó Ramón
― En
Valparaíso, en Chile.― Respondió el capitán en una mezcla de inglés y español. ―
Ya nos comunicamos con el consulado argentino.
Los dos soldados
bajaron la mirada. Salieron. Estaba amaneciendo. Caminaron unos minutos y se
escabulleron entre los viejos edificios para luego correr hasta que sus pies
dijeron basta.
Y allí, a una
corta distancia, un campo de flores amarillas, todas mirando hacia el este, los
invitaba a zambullirse. Los girasoles, orientados sabiamente serían sus
aliados para dejar atrás el dolor.
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