martes, 18 de septiembre de 2018


El ruido del agua
 No sé para qué vine. Este tipo busca siempre convencerme. Ahora resulta que soy yo la que no quiere continuar con el matrimonio. ¿Qué tendría que hacer? ¿Qué quiero para mi vida?
―Buen día, por favor hasta la esquina de Asamblea y Emilio Mitre.―
Voy a caminar un rato por el parque. Creo que hoy no es un día de trabajo. Paso licencia. Sí, listo,decidido.
¡Qué lindo día! El sol de primavera me acaricia. Un cafecito con leche sentada en el césped, cerquita de la fuente. El agua cayendo, el ruido del agua. ¡Sí! Ese es el lugar para pensar, para jugar con las imágenes del futuro. No quiero dedicarle más tiempo a su palabra. Me lastima, me duele. Reitera permanentemente lo mismo. ¿ Y él es la víctima?
No me escucha, no quiere. Soy clara cuando le explico que no voy a volver si no deja de gritarme, de maltratarme, de humillarme como si fuera una estúpida. ― Pero yo soy así― me dice. ― Y yo estoy harta de que seas así― Le grito. Porque me saca. Y el terapeuta calmándonos: ―Así no van a poder resolver nada―. ¿Pretendo resolverlo?
Estoy bien en la casa de mi hermana. Su marido es medio pesado. Para deshacerse de mí, es capaz de pagarme un alquiler. ¡Seguro! ¿Y si vivo sola?  ¡Con balcón eh! Lleno de macetas con flores. Y un ventanal, así de grande. Entonces, cuando vuelva del trabajo me sentaré a mirar el cielo, las copas de los árboles y…
 ―En la esquina está bien.  ¿Cuánto es?
¡Qué contractura tengo! Me mata ir a terapia y verlo. Y a la vez, algo me gusta, lo veo bien, está saludable. Dice que se está cuidando con el alcohol. No sé. No puedo caer otra vez. ¡Cómo me mira! Me da algo de impresión. Yo creo que primero tendríamos que irnos de vacaciones a algún lado, por ejemplo a Córdoba. Siempre nos gustó caminar por las sierras.
―Un café con leche para llevar, por favor. Ah y tres medialunas.
― ¿Dulces o saladas?
―Dos y dos. Cuatro, jaja!
Iríamos a un hotel con habitaciones separadas. Después vemos. Si él está tranquilo, podríamos pasarnos a otra con una cama matrimonial. ¿Complicado, no?
Esta vez tengo que poner yo las condiciones, no puede ser que siempre ceda. La última vez nos vimos en ese boliche de morondanga y luego al hotel. ¿Por qué no fuimos a casa? Él me dijo que era lo mejor para despertar el deseo.  Le creí y ¿después? Otra vez las llamadas con gritos y puteadas.  
Me imagino cuando vengan mis amigas al departamento y  nos riamos a carcajadas con las historias amorosas de Ana.
A él no le gusta Ana, dice que uno no puede fiarse de las lesbianas. Esos pensamientos que tiene, no cambian, es como el típico macho porteño, y eso… creo que me gusta. Esa hombría. Y cuando paseamos de la mano, ¡cómo lo miran las minas!
―Hola,¿ cómo estás? Estoy en el parque. Cómo que no te atendí, no sonó el teléfono. Bueno, disculpá.  Ahora no puedo.  Tengo mucho trabajo. Bueno a qué hora. No sé, no voy a llegar, otro día mejor. ¡Pará,  no me grites! ¡No me grites!


jueves, 13 de septiembre de 2018


LOS GIRASOLES

Habían logrado escapar del infierno y ahora el refugio era un envoltorio amarillo que los cubría del viento y el frío.  Eran dos soldaditos extirpados de su pueblo natal cuando la indolencia del gobierno de la dictadura osó usarlos para combatir en esas islas lejanas. Recostados entre medio de los girasoles, relajados y bajo el sol de una mañana invernal, recordaban cómo habían llegado hasta allí.

Debajo del límpido cielo, la imagen del campo de batalla resonaba al visualizar a sus compañeros caer y caer bajo el fuego de un enemigo desconocido.  Entonces planearon la huida.  ¿Qué les deparaba si continuaban en ese territorio helado? La vida se inunda de sentido aún en el horror de la guerra.

Un buque de carga que proveía alimentos a los nativos de las islas fue la balsa que los devolvió al continente. Lograron esconderse  entre máquinas y ratas, algunas gordas y grises, otras negras y muy peludas. Recuperaron la calidez en sus manos y cierta mueca de sonrisa que en la mirada cómplice se esbozaba. No conocían el destino, pero ya tendrían tiempo para pensar en eso. Durmieron en un perturbado sueño mientras espantaban con sus botas a esos bichos pavorosos.

Durante el viaje jugaron a ser los clandestinos fugitivos protagonistas de un barco. Eran  adolescentes y el escenario se prestaba para la aventura de conseguir sobrevivir para llegar sanos y salvos a casa.

― ¿Crees que nos atraparán?― Preguntó Ramón a su compañero.

― Mientras no nos lleven de vuelta, estoy dispuesto a aguantarme cualquier cosa.―Contestó Pedro.

Ramón supo escabullirse entre los rincones del buque para conseguir algo de alimentos e intentar mirar hacia el exterior para orientar algo del tiempo y el lugar. Pero ningún horizonte podía percibir con su mirada. Sin embargo, luego de un nuevo descanso, sintió que la nave se estaba deteniendo.

― ¿Cómo saldremos sin que nos vean?  ― reflexionó Pedro. Y en el mismo instante en el cual se estaban preguntando por la forma de llegar a tierra, se abrió la puerta de la sala y dos hombres que conversaban se detuvieron a pasos de su escondite. Alzaban la voz. Los dos soldados no podían verlos, pero intuían que algo no andaba muy bien. Los hombres salieron golpeando la puerta con fuerza. Entonces, Ramón y Pedro se pusieron de pie para disponerse a salir de allí. Les dolían las piernas entumecidas y apoyados el uno en el otro abordaron el picaporte de la puerta, la abrieron y en ese mismo lugar, un mastín marcaba un límite imposible de atravesar.

Junto al gran perro, los dos hombres les gritaban en una lengua que distaba mucho de la posibilidad de comprensión para los dos argentinos, los que fueron detenidos y llevados a proa para que otro señor aún más alto, los detuviera.

― ¡No hicimos nada! ¡Escúchenos, por favor!― La desesperación por ser comprendidos no sólo se manifestaba en las palabras, sino también en sus cuerpos que intentaban hablar con gestos, lágrimas, gritos…

Eran muy jóvenes. Sus rostros demacrados y sus ropajes tan empobrecidos y sucios fueron observados por el capitán del buque inglés, quien con suma pena les dio la mano y los convidó a caminar al otro lado de la dársena hacia una cabina de destacamento.

― ¿En dónde estamos?― Preguntó Ramón

― En Valparaíso, en Chile.― Respondió el capitán en una mezcla de inglés y español. ― Ya nos comunicamos con el consulado argentino.

Los dos soldados bajaron la mirada. Salieron. Estaba amaneciendo. Caminaron unos minutos y se escabulleron entre los viejos edificios para luego correr hasta que sus pies dijeron basta.

Y allí, a una corta distancia, un campo de flores amarillas, todas mirando hacia el este, los invitaba a zambullirse. Los girasoles, orientados sabiamente serían sus aliados  para dejar atrás el dolor.






domingo, 9 de septiembre de 2018


En primera persona

Mi padre esperaba los domingos para hacerse notar. Se sentaba en la punta de la mesa y desde ahí daba las indicaciones que debíamos atender. Recuerdo  lo imprescindible que era darle su vaso, no era un vaso cualquiera, sino el suyo, donde el vino y la soda espumeaban el almuerzo. Le gustaba la comida bien caliente y guay si estaba tibia. Allí estábamos todas las mujeres de la familia esperando su aprobación para luego sentarnos. ¡Y el pan!, tostadito por favor, nada de pan crudo. Nosotras nos reíamos y con paciencia intentábamos que  ese nidito de reunión fuera lo menos tormentoso posible. Pues no pasaba un domingo en el que mi padre estallara hasta hacernos confundir entre la carcajada y el terror.
Por lo general comenzaba a protestar porque
la comida no tenía gusto, entonces pedía  sal, pimienta y queso rayado. Nosotras nos quedábamos en silencio. Pero no por mucho tiempo. Nos salía la risa fácil y eso lo enojaba. Mi padre era el tipo de persona que discutía hasta convencer, aunque dudara en ese instante de lo que estaba diciendo. En realidad él creía que convencía.

Después del tema comida, venía el tema fútbol. Él fanático de Huracán y enemigo de Boca narraba, mientras intentábamos tragar algo, las historias de los mejores jugadores de su época.
-Bueno, papá! – Ya está! – Osábamos decir. Y ahí nomás, gritaba no sé qué cosa y se metía en su cuarto a ver el partido. Entonces, recién ahí, disfrutábamos el encuentro.