domingo, 9 de septiembre de 2018


En primera persona

Mi padre esperaba los domingos para hacerse notar. Se sentaba en la punta de la mesa y desde ahí daba las indicaciones que debíamos atender. Recuerdo  lo imprescindible que era darle su vaso, no era un vaso cualquiera, sino el suyo, donde el vino y la soda espumeaban el almuerzo. Le gustaba la comida bien caliente y guay si estaba tibia. Allí estábamos todas las mujeres de la familia esperando su aprobación para luego sentarnos. ¡Y el pan!, tostadito por favor, nada de pan crudo. Nosotras nos reíamos y con paciencia intentábamos que  ese nidito de reunión fuera lo menos tormentoso posible. Pues no pasaba un domingo en el que mi padre estallara hasta hacernos confundir entre la carcajada y el terror.
Por lo general comenzaba a protestar porque
la comida no tenía gusto, entonces pedía  sal, pimienta y queso rayado. Nosotras nos quedábamos en silencio. Pero no por mucho tiempo. Nos salía la risa fácil y eso lo enojaba. Mi padre era el tipo de persona que discutía hasta convencer, aunque dudara en ese instante de lo que estaba diciendo. En realidad él creía que convencía.

Después del tema comida, venía el tema fútbol. Él fanático de Huracán y enemigo de Boca narraba, mientras intentábamos tragar algo, las historias de los mejores jugadores de su época.
-Bueno, papá! – Ya está! – Osábamos decir. Y ahí nomás, gritaba no sé qué cosa y se metía en su cuarto a ver el partido. Entonces, recién ahí, disfrutábamos el encuentro.




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