lunes, 9 de julio de 2018


El último encuentro

Esa mañana desperté de repente con una idea clara: viajaría a la ciudad a ver la casa de mis padres. Desde el día  de sus muertes, no había regresado. El dolor opacaba toda voluntad de reencontrarme con el pasado de mi familia. Ya no quedaba nadie. Primero mis hermanas, luego mis padres. Esto de ser el último eslabón testigo de una familia, me tenía algo desencajado. Estaba reaprendiendo una nueva vida, una vida para adelante y eso no le pasaba a cualquiera. Vivir para adelante podría resultar una aventura, como aquellas personas que se cambian el rostro y aparecen en un lugar diferente, inventándose un pasado para desaparecer de alguna manera. Pero mi historia la llevaba como un caracolito su casa, sobre los hombros y el corazón.

Preparé un pequeño bolso. Por lo que recordaba, allí podría encontrar toallas, sábanas y todo lo que necesitara para quedarme unos días. Mi madre era ordenada y al partir, como si lo supiera, había dejado todo en su lugar.

Para el trayecto preparé un buen libro, un policial que no da respiro, así las 6 horas pasarían rápido y sin pensar. En eso soy flojo, no puedo controlar esas ideas catastróficas, la tragedia  se me aparece de forma inmediata en cada paso que doy.

Llegué a la terminal de ómnibus y saqué el boleto, coche cama, lo prefería. Al subir y ocupar mi asiento, sentí que comenzaba solo a transitar un camino difícil. Lo tomaría como si fuese una historia de otro y yo un sustituto, un actor imbatible, creíble, insensible.

El viaje estuvo tranquilo, salvo que tuvimos que detenernos veinte minutos para esperar a una mujer que debía llegar a la ruta por un camino de tierra. Escuché que la mujer estaba enferma y debía ir al hospital. El chofer pedía paciencia. A mí no me preocupaba. No tenía apuro ninguno. Pensaba que apenas arribara a la casa que en mi adolescencia me había cobijado, me bañaría, comería algo y sacaría todo de los armarios, todo. Lo pondría en el comedor. Revisaría cada cosa, las fotos, ¿qué haría con las fotos? Los platos, los vasos, las cortinas, la ropa… ¿Qué más? Los libros.

Entre sueños me imaginaba en la escalera de madera pintada de rojo, esa que usábamos de niños para jugar, tirando las bolsas y las cajas al piso.  Me veía abriendo cada una, reencontrándome con afectos, olores, sinsabores, colores gastados.

Llegué a destino con el primer sol de la mañana y la baja temperatura de la época. Busque en el bolso la llave. La miré. Recordé inmediatamente con cuál debía abrir la superior y la otra que estaba debajo. Estaba un poco nervioso y las manos me temblaban. No tengas miedo – me decía. Es un trámite – me repetía. Y entré a la sala fría, muy fría. Levante las persianas para ver mejor, pues la luz estaba cortada.  Me dirigí a la estufa para encenderla, pero rápidamente recordé que no había gas. El hedor era importante. Subí las persianas y abrí el ventanal. Pase al jardincito, pequeño y acogedor aún con sus plantas muertas.  Ya con claridad, recorrí la casa con paso lento,  extraño. La primera puerta, el baño con sus piezas cubiertas de un polvillo. Levanté la tapa del inodoro, impecable.  Al lado, una puerta cerrada. Empujé y no se abría. La patee con fuerza y…. el cuarto estaba vacío.  Los armarios, con sus puertas arrancadas, se veían desnudos. Apenas una bolsa en el fondo de un estante. La busqué y dentro estaba la partida de casamiento de mis padres. Leí en ella los datos de nuestros nacimientos. Uno de ellos perduraba sin más rastro del pasado que unas tumbas y un documento de origen.

Me senté en medio de la soledad del espacio. Y autoricé mi nuevo nacimiento.

Claudia

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