El último encuentro
Esa mañana desperté de repente con una idea clara: viajaría
a la ciudad a ver la casa de mis padres. Desde el día de sus muertes, no había regresado. El dolor
opacaba toda voluntad de reencontrarme con el pasado de mi familia. Ya no quedaba
nadie. Primero mis hermanas, luego mis padres. Esto de ser el último eslabón
testigo de una familia, me tenía algo desencajado. Estaba reaprendiendo una
nueva vida, una vida para adelante y eso no le pasaba a cualquiera. Vivir para
adelante podría resultar una aventura, como aquellas personas que se cambian el
rostro y aparecen en un lugar diferente, inventándose un pasado para
desaparecer de alguna manera. Pero mi historia la llevaba como un caracolito su
casa, sobre los hombros y el corazón.
Preparé un pequeño bolso. Por lo que recordaba, allí podría
encontrar toallas, sábanas y todo lo que necesitara para quedarme unos días. Mi
madre era ordenada y al partir, como si lo supiera, había dejado todo en su
lugar.
Para el trayecto preparé un buen libro, un policial que no
da respiro, así las 6 horas pasarían rápido y sin pensar. En eso soy flojo, no
puedo controlar esas ideas catastróficas, la tragedia se me aparece de forma inmediata en cada paso
que doy.
Llegué a la terminal de ómnibus y saqué el boleto, coche
cama, lo prefería. Al subir y ocupar mi asiento, sentí que comenzaba solo a
transitar un camino difícil. Lo tomaría como si fuese una historia de otro y yo
un sustituto, un actor imbatible, creíble, insensible.
El viaje estuvo tranquilo, salvo que tuvimos que detenernos
veinte minutos para esperar a una mujer que debía llegar a la ruta por un
camino de tierra. Escuché que la mujer estaba enferma y debía ir al hospital.
El chofer pedía paciencia. A mí no me preocupaba. No tenía apuro ninguno. Pensaba
que apenas arribara a la casa que en mi adolescencia me había cobijado, me
bañaría, comería algo y sacaría todo de los armarios, todo. Lo pondría en el
comedor. Revisaría cada cosa, las fotos, ¿qué haría con las fotos? Los platos,
los vasos, las cortinas, la ropa… ¿Qué más? Los libros.
Entre sueños me imaginaba en la escalera de madera pintada
de rojo, esa que usábamos de niños para jugar, tirando las bolsas y las cajas
al piso. Me veía abriendo cada una,
reencontrándome con afectos, olores, sinsabores, colores gastados.
Llegué a destino con el primer sol de la mañana y la baja
temperatura de la época. Busque en el bolso la llave. La miré. Recordé
inmediatamente con cuál debía abrir la superior y la otra que estaba debajo.
Estaba un poco nervioso y las manos me temblaban. No tengas miedo – me decía.
Es un trámite – me repetía. Y entré a la sala fría, muy fría. Levante las
persianas para ver mejor, pues la luz estaba cortada. Me dirigí a la estufa para encenderla, pero
rápidamente recordé que no había gas. El hedor era importante. Subí las
persianas y abrí el ventanal. Pase al jardincito, pequeño y acogedor aún con
sus plantas muertas. Ya con claridad,
recorrí la casa con paso lento, extraño.
La primera puerta, el baño con sus piezas cubiertas de un polvillo. Levanté la
tapa del inodoro, impecable. Al lado,
una puerta cerrada. Empujé y no se abría. La patee con fuerza y…. el cuarto
estaba vacío. Los armarios, con sus
puertas arrancadas, se veían desnudos. Apenas una bolsa en el fondo de un
estante. La busqué y dentro estaba la partida de casamiento de mis padres. Leí
en ella los datos de nuestros nacimientos. Uno de ellos perduraba sin más
rastro del pasado que unas tumbas y un documento de origen.
Me senté en medio de la soledad del espacio. Y autoricé mi
nuevo nacimiento.
Claudia