UNA DAMA
Natalia Muñoz era una mujer escondida detrás de su vestido
religioso. De pequeña fue inducida por su familia a formar parte de la abultada
y tosca agrupación eclesiástica. Es que a comienzos del siglo XX, no había
mayor alternativa.
Natalia no quería tocar el amor masculino. Fue educada desde la infancia en los valores
oscuros que propiciaban el sufrimiento, el sufrir por amor, el sufrir por los
demás. Y ella tomó ese sufrir y lo convirtió en fantasías. Esas ideas
imaginarias, como un arrebato diario, le marcaban un horizonte colorido y
opuesto a su realidad.
Durante las mañanas,
en el espacio de convento, el silencio profundo y eterno bordaba las
horas. Por la tarde, trabajaba como
auxiliar de enfermería en un hospital de la zona. Allí observaba el mundo, la
vida de las sonrisas y del contacto corporal. No conversaba asiduamente, pero
respondía si le consultaban algo o le preguntaban puntualmente sobre un
problema. Esas caras que la interceptaban durante el día, eran las protagonistas
de las historias que inventaba cuando de noche y en la penumbra, escribía. Guardaba
más de quinientos relatos, los que releía o ilustraba mientras la oración se
apoderaba de sus compañeras.
Una vez cada quince días, Natalia, tenía permiso para salir
a caminar. Y en ese tiempo desplegaba su
gran pasión: pasear vestida como una dama.
Antes de salir del hospital, cambiaba su ropa
transformándose en una joven bella. En su cartera llevaba lápiz labial y
polvillo tenue para maquillarse. Cubría su rostro con un sombrero cuyo velo de
encaje tapaba su identidad. Caminaba por las calles de la ciudad que se
constituían en un atractivo laberinto. Disfrutaba
con plenitud las escapadas solitarias y así, durante un par de horas, miraba
con entusiasmo los escaparates. La tienda de sombreros era su preferida. Le
gustaba entrar y ver los elegantes sombreros y pañuelos de seda colgados de
largos bastones de madera tallada. Allí se sentía libre para mirar e imaginarse
adornada por la majestuosidad de esos
atuendos.
En una ocasión, mientras intentaba decidirse por uno, un
hombre se acercó a ella y rozando su mano, levanto el velo que cubría su cara.
Natalia dejó que el hombre la mirara profundamente y sonrojada, lo saludó.
-¿Es este el sombrero
que elige?- preguntó el hombre señalando uno.
- Sí, aunque no estoy
muy decidida. – Contestó ella.
- Quisiera complacerla,
podría comprar el sombrero que le guste.
– Dijo el hombre con entusiasmo.- Veo
que no está comprometida. Me gustaría invitarla a cenar.
- No puedo, Sr…,
-Manuel, Manuel Marini.
Mucho gusto.- Respondió.
Natalia, sin dejar de
mirarlo a los ojos, intentó explicarle con mentiras que ese día no, pero que
otro sí y en medio de sus dichos atolondrados, Manuel la tomó del brazo, la
llevó fuera de la tienda y la besó.
¿Cómo podría continuar
esta historia si no fuera porque el deseo se despliega como ramas de un árbol
sin importar hasta dónde lleguen?
Natalia se entregó al instante
sin pensar en lo que podría ocurrir si no llegaba a tiempo a su místico hogar.
Luego de abrazos y tiernas miradas se despidió y comenzó a caminar las 30 cuadras
de distancia. Estaba anocheciendo. Las calles algo desiertas no la atemorizaron y continúo el trayecto con la mágica sensación
de saber que su futuro ya no sería el mismo. El beso de aquel hombre se había
constituido en el pasaporte de vida que dio rienda suelta a sus propias
historias, relatos envueltos con su piel, con sus emociones, con sus
extraordinarios sombreros.
Todavía vestida con su
falda y su chaqueta, se detuvo en la calle principal y en torno a la
bifurcación de la decisión, detuvo con una seña a un auto negro que se
aproximaba. Algo le dijo al chofer para convencerlo y subió con dudas.