sábado, 11 de agosto de 2018


UNA DAMA

Natalia Muñoz era una mujer escondida detrás de su vestido religioso. De pequeña fue inducida por su familia a formar parte de la abultada y tosca agrupación eclesiástica. Es que a comienzos del siglo XX, no había mayor alternativa.

Natalia no quería tocar el amor masculino.  Fue educada desde la infancia en los valores oscuros que propiciaban el sufrimiento, el sufrir por amor, el sufrir por los demás. Y ella tomó ese sufrir y lo convirtió en fantasías. Esas ideas imaginarias, como un arrebato diario, le marcaban un horizonte colorido y opuesto a su realidad.

Durante las mañanas,  en el espacio de convento, el silencio profundo y eterno bordaba las horas.  Por la tarde, trabajaba como auxiliar de enfermería en un hospital de la zona. Allí observaba el mundo, la vida de las sonrisas y del contacto corporal. No conversaba asiduamente, pero respondía si le consultaban algo o le preguntaban puntualmente sobre un problema. Esas caras que la interceptaban durante el día, eran las protagonistas de las historias que inventaba cuando de noche y en la penumbra, escribía. Guardaba más de quinientos relatos, los que releía o ilustraba mientras la oración se apoderaba de sus compañeras.

Una vez cada quince días, Natalia, tenía permiso para salir a caminar. Y  en ese tiempo desplegaba su gran pasión: pasear vestida como una dama.  

Antes de salir del hospital, cambiaba su ropa transformándose en una joven bella. En su cartera llevaba lápiz labial y polvillo tenue para maquillarse. Cubría su rostro con un sombrero cuyo velo de encaje tapaba su identidad. Caminaba por las calles de la ciudad que se constituían en un atractivo laberinto.  Disfrutaba con plenitud las escapadas solitarias y así, durante un par de horas, miraba con entusiasmo los escaparates. La tienda de sombreros era su preferida. Le gustaba entrar y ver los elegantes sombreros y pañuelos de seda colgados de largos bastones de madera tallada. Allí se sentía libre para mirar e imaginarse adornada por la  majestuosidad de esos atuendos.

En una ocasión, mientras intentaba decidirse por uno, un hombre se acercó a ella y rozando su mano, levanto el velo que cubría su cara. Natalia dejó que el hombre la mirara profundamente y sonrojada,  lo saludó.  

-¿Es este el sombrero que elige?- preguntó el hombre señalando uno.

- Sí, aunque no estoy muy decidida. – Contestó ella.

- Quisiera complacerla,  podría comprar el sombrero que le guste. – Dijo el hombre con entusiasmo.-  Veo que no está comprometida. Me gustaría invitarla a cenar.

- No puedo, Sr…,

-Manuel, Manuel Marini. Mucho gusto.- Respondió.

Natalia, sin dejar de mirarlo a los ojos, intentó explicarle con mentiras que ese día no, pero que otro sí y en medio de sus dichos atolondrados, Manuel la tomó del brazo, la llevó fuera de la tienda y la besó.

¿Cómo podría continuar esta historia si no fuera porque el deseo se despliega como ramas de un árbol sin importar hasta dónde lleguen?



Natalia se entregó al instante sin pensar en lo que podría ocurrir si no llegaba a tiempo a su místico hogar. Luego de abrazos y tiernas miradas se despidió y comenzó a caminar las 30 cuadras de distancia. Estaba anocheciendo. Las calles algo desiertas  no la atemorizaron y  continúo el trayecto con la mágica sensación de saber que su futuro ya no sería el mismo. El beso de aquel hombre se había constituido en el pasaporte de vida que dio rienda suelta a sus propias historias, relatos envueltos con su piel, con sus emociones, con sus extraordinarios sombreros.

Todavía vestida con su falda y su chaqueta, se detuvo en la calle principal y en torno a la bifurcación de la decisión, detuvo con una seña a un auto negro que se aproximaba. Algo le dijo al chofer para convencerlo y subió con dudas.